domingo, 24 de marzo de 2024

Tambores de guerra

 


En su ensayo Homenaje a Cataluña, Georges Orwell escribió: «Una de las facetas más desagradables de la guerra es que los gritos, las mentiras y el odio provienen siempre de personas que no están combatiendo». El escritor sabía de lo que hablaba. El siglo en el que vivió fue el de las guerras ―¿y qué siglo no lo fue?―, el de los genocidios y la barbarie, pero también el de la propaganda con fines evidentes, salvo para quien no quisiera verlo, por desgracia una inmensa mayoría que sólo pudo darse cuenta de ello, cuando se daba, mucho tiempo después. Era la evidencia de una enorme manipulación vil e interesada.

El ensayo mencionado lo escribió tras su experiencia en España durante los primeros meses de guerra civil. Su objetivo era ejercer de reportero en el conflicto, pero acabó incorporándose a las milicias del POUM. Fue testigo de la persecución ejercida contra este partido y contra el anarquismo, dirigida en gran medida desde Moscú y llevada a cabo por el PCE y el PSUC. Stalin y su aparato político habían declarado a su vez la guerra a cualquier disidencia comunista que no defendiera la dictadura instaurada en la URSS, en especial a los partidarios de Trotsky. El POUM, recuérdese, era una de las organizaciones revolucionarias que denunciaba abiertamente los procesos de Moscú y la política estalinista de convivencia con las potencias capitalistas. No podemos olvidar que pocos años después la URSS firmaría el Pacto Molotov – Ribbentrop de no agresión con la Alemania nazi.

Orwell, compartiendo las colectivizaciones a pesar de todo y apoyando la construcción de una sociedad libre y alternativa que se estaba dando en parte de España, pudo asistir a las consecuencias terribles que la guerra española, como cualquier otra guerra, tuvo para la población civil. Mientras, quienes instigaron aquel conflicto y se beneficiaron de él, quienes realizaron grandes declaraciones de principios y llamaron a las armas, todos ellos, no fueron a morir por lo que clamaban, sólo pedían matar.

Imposible no olvidar esa escena de Senderos de Gloria, de Stanley Kubrick, en la que un general visita una trinchera y pregunta a cada soldado con que se cruza, soldado sin duda de origen humilde, un trabajador o un campesino antes de su alistamiento, si había matado a muchos alemanes, esto es, a muchos soldados enemigos, ellos también de origen humilde, trabajadores o campesinos antes de su alistamiento. Sin duda, un general alemán de visita en una trinchera opuesta estaría preguntando también a sus soldados si habían matado a muchos franceses, para luego, al igual que el general francés, volver a su cómodo despacho para organizar la guerra.



En otro de sus libros, en la novela 1984, Orwell lleva a uno de los personajes a escribir sobre la utilización de la guerra para crear unanimidades, prohibir las disidencias y legitimar las políticas restrictivas. También para imponer lo que hoy se denomina la economía de guerra.

De eso saben mucho, por desgracia, ucranianos y rusos, israelís y palestinos, al igual que muchas otras poblaciones que sufren los efectos de la guerra, unas guerras decididas en despachos y gestionadas en foros internacionales, bendecidas con discursos gloriosos y generadoras de pingües beneficios a la industria armamentística. Nada que no sepamos ya. Aunque muchos, aun sabiéndolo, muestran su furor patriótico, justifican las masacres, muchas veces como respuesta a otras masacres, y claman por un orden surgido de las puntas de las escopetas y el sonido de las bombas. Hay poca gloria en esta imagen.

Mientras tanto, a finales de febrero, Ursula von der Leyen, flamante Presidente de la Comisión Europea hablaba de la posibilidad de que la guerra se pudiera extender a territorio europeo, convertido en escenario bélico, para gloria de intereses particulares en la Unión Europea y en la Rusia de Putin, intereses de unos pocos. Emmanuel Macron también habló de un escenario parecido. Aumentan las partidas dedicadas a gastos militares en los presupuestos de los Estado europeos, también en los de Rusia, incluso se oyen voces reclamando mayor presencia en los ejércitos nacionales. Tambores de guerra en toda regla, una guerra a la que no irán ni Ursula von der Leyen, ni Emmanuel Macron, ni Putin, ni los Ministros de defensa correspondientes, ni mucho menos los propietarios, directivos y accionistas de las industrias armamentísticas.

Quienes van a la guerra, esto es, a morir y a matar, en vez de sus ardores guerreros, lo que tendrían que hacer es no ir a la batalla, como en aquel cuento de Émile Zola en el que los soldados de los dos bandos, tras soñar con campas bañadas en sangre, deciden no ir a matarse al despertar.

domingo, 25 de febrero de 2024

Peregrinación del Alpha

 


El novelista colombiano Juan Cárdenas recupera en su novela Peregrino Transparente la figura de Manuel Ancízar. En 1850 y 1851 formó parte de la Comisión Corográfica que recorrió algunos territorios de Colombia con el objeto de recopilar datos etnográficos y naturales con los que conocer la realidad del país y establecer las bases identitarias del mismo. Redactó un informe que recibió el nombre de Peregrinación del Alpha por las provincias del norte de la Nueva Granada.

No en vano, tal iniciativa se llevó a cabo en pleno siglo XIX, poco más de treinta años después de que los territorios del Virreinato de la Nueva Granada se independizaran de España y cuando en los países europeos se consolidaban los procesos de creación de sus Estados, procesos iniciados tres siglos antes. Se volvió imprescindible en Europa la necesidad de establecer valores comunes y unas señas de identidad que homogeneizaran las sociedades de cada uno de los países. Surgió así el concepto de Volkgeist o espíritu del pueblo, muy propio del nacionalismo romántico que procuró dar el espaldarazo final a los Estados por medio de un ideal nacional.

Si esto ocurría en Europa, parecía urgir más en países recién independizados y que no habían vivido los procesos internos de consolidación que hubo en Europa. Además, eran y en gran medida siguen siendo países en formación en los que existe una enorme pluralidad interior. Juan Cárdenas le hace decir a su personaje Manuel Ancízar que «Trescientos años de conquista y cuarenta de libertad política e industrial han pasado por allí sin dejar huella», por ello la necesidad del inventario de la Comisión Corográfica para poner las bases de una nación.

Claro que es difícil estableces incluso hoy cuáles son los límites de ese término, Nación, más cuando en su nombre, o en el de Patria, sinónima sin duda, se han cometido verdaderas barbaridades y hay quien sigue dispuesto a morir, y peor aún a matar, en defensa de esencias patrias. Incluso los países europeos, en principio más homogéneos, poseen hoy una pluralidad y diversidad interior que cuestiona las esencias del Volkgeist, pero por contra, en un momento de crisis o de incertidumbre, vuelven los discursos patrióticos o nacionalistas en la vieja Europa.

Hay algo bello en el recorrido que realizan los personajes de la novela de Juan Cárdenas, una visión de la realidad que sirve para confrontarse a la vida. No es casualidad que se produzca en la novela una reflexión sobre el arte y las tecnologías, reflejo de la realidad, pues es el siglo XIX un momento de auge pictórico, de consolidación del artefacto novelístico y de aparición de la industrialización en el mundo, con sus nuevos aparatos, técnicas y tecnologías, confrontación más intensa si cabe cuando convive con comunidades que están en otra fase cultural e histórica, más próxima a la tierra y al mito. Da miedo pensar hacia dónde va ese mundo. De hecho, hay un narrador en la novela que habla desde el presente, que conoce los más de cien cincuenta años posteriores al del viaje de Manuel Ancízar y sus colaboradores, y que denota no poca fatalidad.



Hay entre ese viaje de Manuel Ancízar y nosotros un siglo XX que no ha sido en absoluto modélico, que ha sido a todas luces el de la barbarie, el del nazismo y la exaltación racial, el de la guerra de los Balcanes, con la ruptura de Yugoslavia, el de la exaltación de la nación y la opresión del otro por vía del colonialismo. El conflicto de Palestina hoy no deja de ser una rémora del siglo pasado, con sus consecuencias sangrientas y unos protagonistas que, parece ser, no han sabido aprender de la historia propia y ajena.

Al fin y al cabo, no deja de ser cierto: «el patriotismo es el último recurso de un canalla», cita esta que se atribuye a Samuel Johnson, escritor del siglo XVIII, que no conoció por tanto lo que vino después, y que intuía que detrás de los discursos nacionalistas hay intereses económicos y sin duda una zona obscura que se pretende ocultar, aunque a nadie se le escapa que hay mucho de eso, de canallismo, de corrupción, de infamia, en los procesos en los que se exageran los gestos en busca de una épica fuera de toda realidad.

Es difícil saber si hubiera podido ser otra la historia del mundo. Como con las vidas individuales, no cabe volver atrás e intentar reformular los hechos, remendando lo que no ha salido bien. Es lo que hay, aquí viene de perlas esta expresión, la historia al fin y al cabo no se puede cambiar. Aprender de ella es una posibilidad que de momento no parece viable. Se cae en los mismos errores.

 

sábado, 20 de enero de 2024

Normalidad

 


Orwell nos muestra en 1984 un mundo atroz dominado por el control absoluto, la vacuidad, el empobrecimiento cultural y educativo, la manipulación del lenguaje, la imposibilidad de poseer herramientas críticas para entender la realidad, la violencia física contra quien discrepa y es disidente, el terror en definitiva.

Claro que a menudo ese terror parece inocuo. Se integra en la cotidianidad, se normaliza o se normativiza ―no hay diferencia― y nos convierte en dóciles habitantes de una realidad cuanto menos anómala y monstruosa. Hubo personas que vivieron bajo las dictaduras fascistas o estalinistas al margen de las persecuciones, las torturas, los procesos judiciales manipulados, el control férreo de la sociedad, llevaban incluso una vida feliz, ajenas al horror, bien porque no lo supieran ―sólo quien se mueve percibe las cadenas, que dijera Rosa Luxemburgo―, no lo quisieran saber o se mostraran indiferentes. Si no te metías en problemas, vivías tranquilo, hay quien lo afirma y lo cree. Pero no meterse en problemas era no tener ideas, ideas discrepantes, se entiende, ideas diferentes a las estipuladas, una religión distinta o ninguna, otro modo de asumir la producción o las jerarquías, cualquier pensamiento o creencia que no estuviera aceptada por el poder, y de este modo admitir como único remedio la desigualdad, los privilegios de unos pocos, fingir no ver la represión, aceptarlo por omisión, mirar en definitiva hacia otro lado. Era el equivalente al no te metas que tanto se extendió también entre otras dictaduras. También ocurría, y ocurre, en las situaciones de violencia social hegemónica, el silencio impuesto ante las acciones terroristas, por ejemplo, cuando los partidarios de quien ejercía, y ejercen, tal violencia dominan la calle.

Es la banalización del mal. El responsable de permitir el tráfico ferroviario alega que tal era su misión, la de autorizar el paso de los trenes, sin que fuera cosa suya que los vagones transportasen herramientas fabriles, alimentos o prisioneros destinados a los campos de concentración, ya fueran éstos judíos, comunistas, gitanos o discapacitados. Además, era todo esto legal. Como funcionario, cumplía con la legalidad y con su función. Claro que en sus circunstancias tampoco es fácil, ni siquiera exigible, ser un héroe, en el caso de ser consciente de las consecuencias de su trabajo, podría acabar siendo también víctima de tales procedimientos si se atreviera a ser consecuente.

 Se interioriza el pánico. El novelista albanés Ismaíl Kadaré consigue transmitir en algunas de sus libros este mecanismo perverso por el que cualquier ciudadano, incluido aquel que podría considerarse privilegiado, acaba inseguro, atemorizado, aterrado incluso por un desliz involuntario. En una de sus novelas se cuenta una anécdota ínfima, la de un funcionario de un ministerio que de modo fortuito da un pisotón a un miembro de la delegación china, en pleno periodo de cooperación y hermanamiento entre la China de Mao y la Albania que rompe con el Pacto de Varsovia, se declara radicalmente estalinista y por ende necesita salir de su repentino aislamiento económico. El funcionario pasa un buen tiempo pidiendo disculpas y explicando que no había ninguna intencionalidad en su traspiés, asustado además por las versiones que pudiera haber de su pisotón inintencionado. Son las versiones, murmuraciones, habladurías y chismes varios que se dan en su última novela, Tres minutos. Sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak, donde se narra la llamada de Stalin a Pasternak a raíz de la caída en desgracia del poeta Ósip Mandelstam, tres minutos de conversación telefónica que sirvió para crear una atmósfera turbia de sospecha y miedo, además de los muchos rumores que se extendieron por los círculos literarios rusos.  

La cuestión es si más allá de las dictaduras, si en los sistemas con procedimientos democráticos, podría darse mecanismos similares. De hecho, no pocos de los métodos descritos en 1984 se están dando en la actualidad en nuestras democracias, a la vez que sigue el poder acudiendo a las verdades y a los valores hegemónicos, de los que no se puede discrepar, hay una presión social enorme que acusa y menosprecia a los disidentes, a lo que se añade una sensación de impotencia que parte de la idea de imposibilidad de políticas distintas a las proclamadas como únicas, ya no digamos de transformar la sociedad. Hay que tragar con una realidad infame, genocidios incluidos ante nuestros ojos, la inevitabilidad de lo grotesco, cuando no de la política de la muerte. Los responsables del tráfico de trenes siguen alegando la legalidad vigente y la normalidad de sus consecuencias para seguir firmando los pases de los vagones. Da igual lo que transporten.

lunes, 1 de enero de 2024

1984

 


De haber sido real la novela y no una ficción, estaríamos en este 2024 que hoy iniciamos en el cuadragésimo aniversario de un incidente tan turbador como inquietante sufrido por el funcionario Winston Smith. Al escribir su historia, supo Georges Orwell trazar en 1984 la cotidianidad y las contradicciones de un empleado público que cumplía en el Ministerio de la Verdad con la misión de adaptar los vaticinios del poder a la realidad, o tal vez la realidad a los vaticinios del poder, en todo caso adecuar la información, las previsiones y los balances a lo que ocurría, o lo que es lo mismo, dibujar o desdibujar esta realidad, mostrar en todo momento que el Partido acertaba siempre, que conseguía diseñar por completo la sociedad, convertida más en una serie de escenarios en provecho del poder, en beneficio de sus intereses, que en algo existente, sin importar que fuesen reales o no los contenidos de tales escenarios ficticios. En definitiva, la misión de construir la realidad o, como lo diríamos hoy, en una expresión que quizá provocase en el autor británico a la vez hilaridad y abatimiento por haber acertado en sus peores presagios, establecer un relato.

En 1984, escrito entre 1947 y 1949, fecha de su publicación, o sea, al poco de acabada la guerra mundial, cuando comenzó la expansión de la URSS y se mantenían tanto en Portugal como en España regímenes fascistas, Georges Orwell pretendía advertirnos de los peligros siempre latentes del autoritarismo y su perversa maquinaria social. Mostró bien a las claras la capacidad de manipular la realidad mediante el uso perverso del lenguaje, los cambios en la percepción de la realidad, la creación de mecanismos de control, la propia aceptación de la población de todos los cánones de opresión –no en vano, varios lustros después, Malcolm X diría que los medios de comunicación podían conseguir que se amara al opresor. Y si nos lo advertía en ese momento Orwell, cuando el nazismo acababa de derrotarse, es porque veía vigentes aún los peligros del autoritarismo.

El régimen distópico que nos describe 1984 posee rasgos del estalinismo, en plena expansión, y del nazismo, vencido. No hay que olvidar que durante unos pocos años rigió el Pacto Ribbentrop – Mólotov, firmado en agosto de 1939, un pacto de no agresión entre la URSS y Alemania. Aun cuando se trataba de dos regímenes muy diferentes entre sí, con visiones, mentalidades y prismas incluso contradictorios, compartían estructuras autoritarias y medidas que podían intercambiarse de un país a otro sin que notásemos la diferencia. Es cierto en todo caso que para escribir 1984, resulta aún más evidente en otra de sus novelas, Rebelión en la Granja, el autor pensara en el autoritarismo estalinista, aunque sólo sea por una serie de detalles que apreciamos en la novela y que nos recuerdan lo que ocurría en la URSS y el ambiente de terror y de control expandido en todos los ámbitos sociales del imperio del Zar rojo.

No obstante, no se debe caer en la simplificación, Georges Orwell no escribía desde una posición anticomunista, el suyo no era un alegato a favor de las estructuras democrática-burguesas, su posición antiautoritaria partía de una perspectiva socialista revolucionaria y libertaria, tal era su militancia. Su compromiso era sobre todo contra el autoritarismo, pero no había neutralidad ni era ajeno a la emancipación de los explotados y los desfavorecidos, claro que siendo siempre consciente de la naturaleza del poder, de todo poder, del que siempre se ha de desconfiar, aun cuando lo ejerzan los nuestros.

Y sabía bien de lo que hablaba.

Porque Georges Orwell, simpatizante en aquel momento de una pequeña organización marxista antiautoritaria británica, el Partido Laborista Independiente, había acudido en diciembre de 1936 a España a luchar en las filas del POUM contra el fascismo. Ambos partidos formaban parte de una pléyade de organizaciones y corrientes que desde la izquierda radical se mostraban críticos con la URSS y se oponían a los Procesos de Moscú de mediados de los años treinta. El POUM era unos de los partidos más activos y fuertes a la izquierda del comunismo estalinista. Además, uno de sus principales dirigentes, Andreu Nin, había estado muy vinculado a Trotsky tras la Revolución soviética, lo cual entrañó que fuera blanco de las iras de Stalin. Lo que explica en gran medida lo ocurrido en España y de lo que Georges Orwell fue testigo directo. Se salvó por los pelos, como quien dice, de ser él también víctima de las purgas en las calles de Barcelona por parte de las direcciones del PCE y del PSUC, por aquel entonces satélites de Moscú, y escribió un testimonio emocionado y amargo de esos días terribles en un libro titulado Homenaje a Cataluña.

Por tanto, 1984 es una denuncia del peligro del autoritarismo, cualquiera que sea el adjetivo que lo acompañe.



Pero el autoritarismo no es sólo un método de opresión por la fuerza, es también un modelo de represión muchas veces más sinuoso y sutil que parte de la manipulación del lenguaje, de los miedos colectivos y de nuevas formas en el sempiterno control social para imponer un consenso que no da cabida a las disidencias y ni siquiera al pensamiento contrastado. Ahora el poder autoritario no se mancha tanto las manos con sangre, incluso ha aprendido a emplear otros métodos más sibilinos.

El filósofo francés Michel Onfray ha logrado exponer de un modo detallado las características del autoritarismo a partir de la exposición de Orwell en esta novela y lo aplica a un contexto en apariencia distinto. Da incluso un paso más y recoge en su ensayo Théorie de la dictadure la tendencia actual a un modelo autoritario de nuevo cuño, o tal vez no tan nuevo, y sus pérfidos mecanismos a un contexto en apariencia democrático, el de la Europa de Maastricht que se convierte en el gran exponente del uso de tales mecanismos orwellianos sin necesidad de acudir al terror, buscando incluso la anuencia de los oprimidos. Llama la atención, y da que pensar, pero sobre todo que temer, que muchas de las características deducidas de la novela las veamos hoy aplicadas en el denominado Jardín Europeo, así lo ha calificado algún gestor de la Unión Europea. Por no faltar, ni faltan los escenarios de guerra fuera de las fronteras, en este caso las europeas, que sirven de consenso interno y que sirven para pretender mantener las hegemonías a las que el Imperio cree tener derecho.  Sus conclusiones son demoledoras y no pierden peso unos años después. Deja la misma inquietud que provoca asistir al deambular de Winston Smith en los estrechos márgenes del autoritarismo avanzado por Orwell. Asusta no poco comprobar que nuestra sociedad actual posee muchos de los aspectos descritos en su novela.

miércoles, 27 de diciembre de 2023

Los ángeles caídos, de Eleine Etxarte

 


Nos mirábamos el ombligo.

Creímos en la posibilidad de ser únicos. Cada uno en particular, en su más absoluta individualidad. No nos dimos cuenta de la soledad que ese gesto entrañaba: romper los lazos con los otros, vivir ensimismados, falsamente orgullosos de los paraísos artificiales que íbamos creando, pero que tan lejos estaban de un paraíso verdadero. Sin querernos dar cuenta, tan ciego era nuestro orgullo, levantamos muros tan altos como un nuevo Babel posmoderno y tan pretencioso como el primigenio.

También fracasamos.

Nos mirábamos el ombligo y, con ello, perdimos el gusto por lo cercano, la posibilidad de contemplar los colores de las flores, de la tierra, de los campos, el lubricán de la madrugada, la hermosura calma de los rayos atravesando las nubes, esa luga que anuncia que el mundo es bello, aun cuando no lo viéramos en la cima de nuestra vanagloria porque apenas nos ocupábamos de nosotros mismos.

Nos creímos creadores de mundos.

Pero el mundo estaba ya creado, uno solo, el nuestro, al que no queríamos contemplar, tan encerrados estábamos en nuestra vanidad. Perdimos el placer de la primera maresía, el olor de la tierra henchida, incluso el petricor que provocaba la lluvia cuando de pronto, en la canícula, caían las primeras gotas sobre nuestros caminos empedrados. No supimos apreciar lo que existía ante nuestros ojos. Cegados de soberbia, de ambiciones nulas, ebrios de jactancia y suficiencia.

Perdimos nuestras alas, pero sobre todo perdimos nuestra mirada.

Cuando estuvimos en la cima de la más alta atalaya, descubrimos el horror de nuestra pequeñez. Vimos ríos de humanos que avanzaban en los cauces construidos entre edificios gigantescos. Vimos la tristeza de seres encerrados en sus reductos mínimos, pegados unos a otros, enormes colmenas para hombres y mujeres que vivían solos en compañía. Vimos el sin sentido, el absurdo, la conquista fatua sobre el tiempo inapelable.

Qué hermosas son nuestras ruinas, sin embargo.

Nos mirábamos el ombligo y eso nos convirtió a cada uno de nosotros en una nueva versión de Caín. Vagamos desde entonces, tras descubrir ante el espejo nuestra condición de desterrados, arrastramos la culpa por los caminos, sin entender la razón de tal condición de, a la vez, expulsados y protegidos.

De las ruinas también resurge la belleza, susurramos esperanzados. Lo importante tal vez sea el camino, nada más.

Queremos creerlo. Aunque tal vez seguimos en la actitud de mirarnos al ombligo.

 


jueves, 23 de noviembre de 2023

La vivienda


 

Puede que sea pronto, según las normas no escritas de la cortesía política, para lanzar los primeros dardos de la crítica, aunque a estas alturas ya muchos tenemos la experiencia suficiente como para tomar distancias, o no, respecto a qué partidos, qué gobiernos, qué políticos. Se deja engañar quien no tenga memoria o vivencias bastantes, quien sufre de candor, ingenuidad o incluso de una bobería fruto de la llaneza de espíritu, o tal vez sea simple interés a que las cosas no cambien, entiéndase a mejor. Puede también que se trate de un mero desliz, una de esas afirmaciones inoportunas que se formulan sin pensar, o sin pensar lo suficiente, aunque reflejan, qué duda cabe, una toma de posición, una sensibilidad que se dice ahora.

Que la recién nombrada Ministra de la Vivienda, Isabel Rodríguez, haya dicho en sus primeras horas, casi minutos, de la toma de posesión de su cargo que «defenderemos a los pequeños propietarios» deja cierto remusguillo a posición tomada, y no en favor de una inmensa mayoría, todo hay que decirlo, y no porque los pequeños propietarios puedan no tener sus problemas, sus preocupaciones, sus derechos, pero en un país donde el acceso a la vivienda alcanza, aun cuando no se presente así, se evite la formulación, niveles de verdadero problema, asusta no poco semejante declaración.

Porque los precios empiezan a ser inalcanzables para buena parte de la población, los precios de venta y los precios de alquiler. Que en muchas ciudades los alquileres no bajen de los mil euros, novecientos como mucho, cuando el salario mínimo supera en poco los mil euros, esos mismos mil euros, eso cuando el contrato sea de jornada completa, en un momento de altísima inflación, en competencia también con los pisos turísticos, y que en consecuencia muchos barrios se vayan vaciando por la expulsión de sus vecinos o la imposibilidad de acceder a ellos por jóvenes o recién llegados, o que obliguen a mucha gente, y no sólo jóvenes, a tener que compartir piso, tener que, como obligación, por mucho que se saquen de la manga modas posmodernas de repartir por afición el espacio de un apartamento y sus gastos, que no es voluntario, sino necesidad, pudiera llevar a matizar quien es la parte más débil en este estado de cosas.

Claro que no es un problema de ahora, sino que ha sido algo latente en muchos momentos. Así lo ha reflejado la literatura, muchas veces empeñada en traer a colación la intrahistoria, la vida cotidiana. Inolvidable resulta la novela de Rafael Azcona El pisito, escrita en 1957 y que dos años después trasladaban al cine Mario Ferreri e Isidoro M. Ferry. El propio autor de la novela comentó que se basó en un caso real leído en la prensa, el matrimonio de un inquilino con la anciana propietaria del apartamento para así asegurarse la vivienda en el futuro. En 1962, la novelista valenciana Concha Alós publicaba Los enanos, ahora recuperada por la editorial La Navaja Suiza, que cuenta la vida en una pensión donde comparten espacio unos personajes que sueñan, muchos de ellos, con adquirir el deseado piso que les permita avanzar en el anhelo de mejorar, salir tal vez de la pobreza y sentirse clase media, aunque nadie sepa muy bien qué es eso de la clase media.

Por tanto, un problema que perdura en el tiempo, de allí que a veces se considere que es algo natural, como las flores en primavera, que la vivienda sea inaccesible bien porque la población es pobre, antaño, o la vivienda es cara hasta el exceso, hogaño. Siempre habrá pobres, se dice a veces como justificación de la omisión de políticas que resuelvan este problema. Siempre será cara la vivienda, afirmarán hoy, aun cuando lo caro no es construir vivienda, sino su especulación. Mientras, se engrandecen los casos de impagos, ocupaciones, maltratos a la propiedad u otros abusos, que son en todo caso bien minoritarios, periféricos, una buena parte de los arrendatarios hacen encajes de bolillo por mantener los pagos a tiempo.

No entramos en formulaciones legales sobre el derecho constitucional a una vivienda digna, que es tema de leguleyos que admite, ya se sabe, interpretaciones varias.

Ha habido, sí, intentos desde varias administraciones de resolver el entuerto, admitamos las buenas intenciones, pero al final han quedado en aguas de borraja, bien por incapacidad, imposibilidad o mera adaptación de los políticos bienintencionados a acuerdos, oportunidades (oportunismos), bien por esa filosofía de andar por casa que se basa en la expresión es lo que hay, muy común por estos lares y que refleja bien a las claras el fatalismo hispánico.

Sobre todo el cine está aprovechando el filón del problema, que recoge como tema central o tangencial la cuestión. Mientras, seguimos a la espera de ver resuelto el problema y que la ministra nos demuestre que lo suyo ha sido un mero desliz.

 

 

miércoles, 18 de octubre de 2023

Adania Shibli

 


Todo empezó el año pasado a raíz de la invasión rusa a Ucrania. La reacción europea contra la agresión rusa conllevó, entre otras delicias, la suspensión de un curso sobre Dostoievski en la Universidad de Milán y que la Filmoteca de Andalucía quitara de su programación la película Solaris de Tarkovsky. Se propuso incluso derribar la estatua del escritor ruso en Florencia, disparate este que por suerte no contó con la anuencia del alcalde de la ciudad, que en un arrebato de sentido común tan escaso en el jardín europeo vio claro el catetismo de este despropósito, por decirlo de un modo suave.

Este año, ante esta nueva fase del conflicto entre Israel y Palestina con una nueva masacre en marcha, la Feria del Libro de Frankfurt ha cancelado la concesión de un galardón a la escritora Adania Shibli, autora de la novela Un detalle menor, ambientada en 1948 en la tierra hoy de nuevo ensangrentada. El director de la feria lo justifica alegando la condena al atentado sangriento de Hamás. Poco importa que Adania Shibli, palestina ella, en efecto, nada tenga que ver con la organización reaccionaria, como tampoco tiene que ver con el fundamentalismo la mayoría de los habitantes de Gaza ni los muchos manifestantes que han reaccionado a esta situación, aun cuando haya quienes vean en estas concentraciones una llamada a la Yihad que sólo existe en unas mentes que amparan un discurso cerrado de bloques, el nosotros y el ellos, que invocan pagar los muertos con más muertos, da igual de donde salgan los mismos.

Es evidente que está reacción sin sentido contra la cultura es apenas una anécdota menor ante la catástrofe de la guerra y el ataque encarnizado contra los civiles, que al final, como en Ucrania o como en cualquier otra parte, son los que sufren las decisiones ajenas, las de los Estados, las de los dirigentes que se arrogan la representatividad, las de los intereses comerciales de la industria de la guerra, que son al fin quienes sacan tajada de todo esto. Quizá porque la cultura es uno de los pocos ámbitos de sensatez que caben ante tanto disparate criminal.

Lo de hacerle pagar a Dostoievski el desatino de ocupar un país, cualquiera que fueran los argumentos esgrimidos, y bombardear un territorio, por tanto a una población civil, es una majadería en toda regla, una patochada, un absurdo que refleja bien a las claras una mentalidad cuanto menos estúpida. El que se suspenda la concesión del galardón sólo porque la autora en cuestión sea palestina supone legitimar a su vez un ataque desproporcionado e injusto a una población que no es responsable del atentado, bastante tiene con sobrevivir en su situación. Las instituciones culturales, en vez de ser puente y permitir la comunicación y el conocimiento, toman partido por la barbarie.

No he leído Un detalle menor, publicada en España por Hoja de Lata, ni siquiera conocía a esta autora, pero sin duda el (mal) gesto de la cancelación es una invitación para leerla, como habría que leer a los autores israelíes, sin duda más interesantes para conocer la realidad que los discursos llenos de odio de parte de los dirigentes políticos y militares locales. O de los silencios cómplices esparcidos por el mundo. Ha quedado claro una vez más que quienes fomentan las guerras no sólo asesinan, también pretenden silenciar las voces que explican las intrahistorias de los pueblos. Da igual de que bando sean.